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ATARDECER EN CUENCA

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Mientras paseaba egoísta, solitario, tuve oportunidad de disfrutar la belleza de Cuenca. Qué bonita caída de la tarde, engullendo la ciudad acurrucada sobre un meandro del río, las casas voladas sobre la tosca piedra, silenciosa ciudad. Apenas una niña y un padre, dos turistas cosidos a un banco. Tuve tiempo de recordar mi primera visita hace tal vez quince años, el tiempo comienza a jugar con los tiempos del almanaque. Más allá de aquello que la memoria difumina, señora de los dominios sobre los verdaderos contornos de las cosas, constaté el vacío que la ciudad o más bien quienes deciden el nuevo mapa de cada ciudad, habían, en este caso, dibujado. Las oficinas de turismo bien situadas en diferentes puntos de la caminata urbana y con un más que buen horario de apertura, facilitan el plano del tesoro al turista. En el nuevo escenario, éste es señor omnipresente.  

No puedo más que echar mano de la lectura que me acompaña estos días para dar alguna interpretación adicional a tamaña belleza y soberana vacuidad humana. El capítulo siete de “La fuerza centrífuga” que generosamente me había remitido el editor José Membrive, se titula La ciudad turística, donde Holert y Terkessidis, describen la apropiación neoliberal que ésta como otras ciudades han vivido en las últimas décadas, incapaces de escurrirse de la nueva funcionalidad turística que el mundo Disney ha diseñado para estos lugares colonizados por el capitalismo cultural  donde “el valor del inmueble está vinculado a la espectacularidad de la escenificación del medio urbano”. Aquí no hay nada de disensión evidente, apenas unos ebrios personajes sobre la escalinata de la catedral, invisibles para el pasaje de turistas que sin más ruido caminan desde las casas colgadas a esta plaza y desde aquí hasta el barrio del Castillo. Como si no hubiera otra alternativa que la del turismo urbano, estas ciudades han exiliado de sus centros históricos, a sus centenarios habitantes hacia otras partes invisibles. En esta “festivalización” compiten todas ellas, aupadas a la carrera de las capitalidades culturales, con un proyecto urbano que empeñado en la maximización de la rentabilidad del suelo se convierte en un implacable “urbanismo sucio”. Donde había sociabilidad hay silencio y pasos perdidos, donde se localizaban pequeños comercios ahora abren restaurantes y bares encadenados, donde se alojaba un edificio público o una instancia social ahora dormitan los huéspedes alojados en hoteles y apartamentos. Se confirma así la venta del suelo a las corporaciones e inversores privados y la buena vida de las gentes es sustituida por la ciudad turística.

Queda con todo el disfrute egoísta y solitario del caminante que aun no teniendo con quien hablar congela la cálida tarde en hermosas imágenes que sueña iluminarán los ojos de quienes al contemplarlas, perciban la belleza de un canto noble, como la voz inconfundible de Miguel Poveda que oye a lo lejos.  

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